Una casa en silencio
Adriana García Arriola
Sobre la calle Bomboná, que atraviesa el centro de Medellín, y casi a la altura de las Torres que se apellidan con el mismo topónimo, hay una casa vieja, casi vacía, en silencio: sus paredes, recovecos y techos guardan el alma del Teatro Matacandelas y conforman una estructura que se lamenta con quejidos escalofriantes, como lo hacía la de los hermanos Usher. Hace poco más de un año sus puertas han estado cerradas, exceptuando los bellos días en los cuales albergó teatreros y público, para celebrar el ritual durmiente de unas cuantas representaciones.
Es 28 de abril de 2021, día en el que la brecha infranqueable de la desigualdad que enferma a Colombia convoca a cientos de caminantes a las calles. Yo, con una copa de vino en la mano, me dispongo a situarme frente a una pantalla, para encontrarme con el director de esa «autonomía cooperativa» que ha traído a la vida cincuenta y tres obras teatrales. Cristóbal Peláez, cuya gran envidia es la escritura, pero que al darse cuenta de que era «un hombre de acción» ha dedicado su vida entera y más que eso a las artes dramáticas, aparece en escena acompañado por una enorme biblioteca azul, en una de cuyas repisas descansan unas cajetillas de Marlboro.
Le sonrío. Nos saludamos. El encuentro no se había planeado de esa forma; días atrás mi pecho se inflaba de emoción al pensar que iba a atravesar la puerta de madera de esa casa que me ha dado tanto: en ella germinó una de las pasiones que me impulsan, conocí a grandes personajes de papel y de carne, fui recibida por las tablas del Cantadero para liberar mi voz con melodías propias y ajenas, cultivé amores imposibles, me trasnoché como no estaba dispuesta a hacerlo en ningún otro lugar, participé –aunque pasivamente debido a mi timidez– en tertulias expansoras del espíritu, y lo más importante; mordí, por instantes preciados, la felicidad. El aislamiento al que la humanidad se ha visto enfrentada no me ha atormentado; me encantan el silencio, la soledad y la reflexión. Sin embargo, esa casa a la que iba con tanta frecuencia es lo que más he extrañado, y ver cómo mis planes cambiaban de rumbo, en el último instante, me hizo sentir un poco decepcionada.
Entonces, rápidamente, me entero de que yo no soy la única aquejada por la nostalgia. Cristóbal me cuenta que en las diez funciones que han podido realizar de forma presencial, la gente se negaba a volver a sus casas después de cerrado el telón, y reclamaban la magia de antaño: unas cervezas, buena música, un círculo de conversación, una noche de salsa, cosas que ellos ya no pueden propiciar –por más dolor que esto les cause– debido a las normas de bioseguridad. «Es horrible. Es una sensación horrible. Yo pienso mucho en una frase que se le atribuye a Carlos Marx, cuando habla: un bosque no existe si no hay quien lo atraviese, una casa no existe si no hay quien la habite» dice el director para referirse a la devastadora tristeza que ha invadido las paredes de esa estructura a la que siempre han querido «tener contenta», abriendo su bar, su patio, convirtiendo a su cocina en una experiencia de convivio, haciéndola conversar con una «música de alcantarilla», como el teatro que ellos hacen. El término alcantarilla, que sale de su boca, no es despectivo; al contrario, se refiere al tipo de manifestaciones artísticas que no son muy vistosas en escenarios superficiales, sino que corren en un mundo profundo, interno. «Hemos logrado un espacio con mucha calidez… La casa costó muchas lágrimas, sudor y sangre, entonces hay que sacarle el IVA, habitarla», su discurso continúa, con un tinte de aflicción, para expresar la depresión que sintió al ir a visitarla, después de los primeros meses de aislamiento, y verla cerrada, empolvada: «No queremos que todo el teatro acabe en el escenario, sino que el aplauso sea una fase a un pequeño intervalo, en un encuentro con el espectador que va mucho más allá», explica dejando al descubierto el secreto que ha ejercido una fuerza hipnótica sobre mí y sobre tantos.
Y mientras el escenario de la casa vieja permanece condenado a la oscuridad, una gran obra de teatro, que podría titularse La Pandemia y cuyo tiempo de representación se alarga más de lo deseado, se desarrolla sobre las extensas tablas de un planeta agonizante; en ella, el oponente –un virus imprevisible– se empeña en ir mutilando, poco a poco y dolorosamente, al sujeto actante –una humanidad que se debate entre la complejidad de sus contradicciones y que lucha por extender su tiempo de presencia en el mundo. Cristóbal, convertido en un espectador más de esta «tragedia que podría convertirse en catástrofe», responde la primera pregunta que le hago, afirmando que, si hubiera que atribuirle la autoría a algún dramaturgo, él responsabilizaría a Beckett, «un autor pandémico, por los individuos que ha aislado» o a Kafka quien «nos dio una dimensión de lo que era el hombre absolutamente desgajado, metido en una sociedad completamente burocratizada, confusa, de pesadilla». Extendiéndose, con una visible muestra de fascinación, afirma que estos «autores decisivos del siglo XX y representantes del autodespojo» nos recuerdan que el entendimiento, la comprensión y la aprehensión del mundo no van solamente por la línea de la ciencia y su lenguaje riguroso, sino también por el de las artes, las cuales nos han aprovisionado de esa posibilidad de entender de otra forma, con esa capacidad poética que otorgan.
Durante el primer acto de esta obra mundial, que tuvo inicio a principios del año pasado, los integrantes del colectivo Matacandelas reaccionaron con susto, en un primer momento, debido «a la desinformación producida por el exceso de información»; tan fuerte llegó a ser el desasosiego que, en determinado momento, se comprometieron a seleccionar sus fuentes, «no a través de esas cloacas de Facebook y todo eso, sino con medios que tenían un respaldo más grande». Cristóbal habla de la incertidumbre causada por la inmensa cantidad de videos y noticias que circulaban por ese entonces, e ilustra el ambiente del momento mediante un chiste con el cual sonríe y que reza: «en la época de desesperanza y de mucho miedo proliferan las iglesias, proliferan los casinos y las academias de teatro». Todos sintieron miedo, continúa, miedo a la muerte, al contagio, a que fuera prolongado, a la zozobra que causaba el no saber cuál destino les depararía a sus tres pilares financieros: los convenios con entidades públicas y privadas, que sirven para «mantener este barco navegando», la venta de funciones artísticas –dentro de las cuales no se incluye el teatro empresarial, o lo que ellos llaman disfrazarse de BonIce– y la «tracción a sangre», término que usa para referirse a ellos mismos, integrantes de un grupo cuya situación financiera tiene un «manejo comunista». Entonces resalta con orgullo la palabra comunismo, concepto que ha sido satanizado por una sociedad que piensa que «comemos niños crudos, que quemamos biblias, que somos los enemigos de la sociedad», y arguye que este sistema trabaja en consonancia con el teatro, al cual define como «un arte que nace de una ley: el interés por el otro». De esta forma, explica que precisamente esa preocupación por el otro es lo que los mueve a adoptar dicha ideología como una forma de vida; lo que los impulsa a trabajar en un sistema cooperativo, a ser sus propios mecenas y a donar «el cuerpo, el alma, la sangre y la salud a este proyecto».
Las escenas de la gran obra proseguían y la situación de Colombia se agravaba, y entretanto los integrantes del teatro –un puñado de los millones de actores que habíamos sido arrastrados, sin nuestro consentimiento, a una obra en la que no queríamos actuar– hicieron uso del habla, como herramienta terapéutica, para hacer una catarsis de sus miedos, y decidieron ponerse al día con lecturas, dedicar tiempo a sus familias, y sumergirse más en la vida «conventual» que siempre habían llevado. Cristóbal continúa con la relectura del guion improvisado, cuando la voz del maestro Fernando Gonzáles, de quien algunos fragmentos de alma residen en la casa vieja, se posesiona de su boca, enmarcada por una barba blanca, para comentar que la cosa más difícil del mundo es no hacer nada. La intervención del filósofo envigadeño hace referencia a las olas de depresión que, en tiempos de aislamiento, alcanzan a muchos humanos, por verse obligados a enfrentarse al silencio y a sí mismos. Lo que decidió Cristóbal fue tomar la experiencia como algo lúdico, a plena consciencia de que también podría convertirse en una catástrofe mundial: «caramba, me sentí como en la escuelita jugando al jueguito de estatua: quedate quieto, ¿cierto?» y termina con esa sonrisita pícara que le confiere un aire juguetón a su presencia.
Desde el 20 de marzo y hasta comienzos de diciembre de 2020, el grupo teatral tuvo que abandonar, casi por completo, la casa que consideran una extensión de su hogar, así como dejar suspendida en el tiempo a Antínoo, su última creación colectiva, a la cual, aun gozando ya de una buena acogida, aún le faltaba acople. «El personaje nunca se acaba de construir, esa es una ventaja del teatro» dice el director, para explicar que únicamente en el escenario, y después de un trabajo constante, el carácter de los personajes, su forma de actuar y de relacionarse comienzan a ser visibles. Y así como toda la humanidad lo hacía, en esos primeros instantes pandémicos, los integrantes del colectivo se iban descubriendo a sí mismos, sus reacciones ante el desastre, su visión de mundo, sus miedos y fortalezas.
Sus rutinas habían sido desviadas, entonces pusieron sus manos y sus mentes al servicio de actividades a las que no habían podido dedicar mucho tiempo: hacer un rastreo de toda la memoria audiovisual que tenían –un material copioso y desorganizado–, grabar escenas faltantes de algunas obras que tenían un formato audiovisual más profesional, para así remontarlas y transmitirlas virtualmente, grabar audios e imágenes, organizar el archivo, realizar un trabajo «endemoniado» de transmisiones, que tuvieron muy buena acogida y que terminaban con conversatorios que se extendían por horas o incluso hasta el alba, participar en festivales internacionales de teatro, comenzar un trabajo en convenio, que no han finalizado, sobre los Panidas y participar en la creación de un magazín cultural con un formato de televisión en la cual la actuación estaba a cargo de los actores del grupo. Con dichas actividades lograron resarcir un 25% de taquilla, «eso fue para nosotros heroico», dice satisfecho, y añade que el aspecto más positivo de esta experiencia inesperada es el gran acercamiento que se pudo realizar con el público, a través de esa tarea pedagógica e informativa a la que se dedicaron en los encuentros posteriores a las representaciones.
Las tertulias se volvieron tan gratas, por el hecho de permitirles revivir la esencia de esas noches bohemias y ausentes, que, incluso en determinado momento, se llegaron a preguntar: «¿será que nos estamos acomodando? ¿será que esta es la nueva realidad?». «A uno se le ha ido la vida en conversar, ¿cierto? Por eso es que me arrepiento de no escribir» dice el director que, en mi opinión, sí ha dejado una marca indeleble, puede ser que no en el papel, pero sí en la mente y en el alma de los que lo hemos escuchado, de los que hemos habitado el espacio que él ayudó a edificar. Entonces pasa a la descripción de la escena en la que el Matacandelas comenzó a hacer uso de las herramientas tecnológicas que hoy en día se tienen al alcance de la mano, para no quedar enterrados bajo el peso de la inactividad por un tiempo indeterminado. Las cuatro etapas necesarias para que una obra salga a la luz pública –los procesos de investigación colectivos, las pruebas de escenario, la arquitectura de la puesta en escena y el montaje– «se van p’al carajo», en unos tiempos confusos como aquellos, y fue por eso que tuvieron que detener muchos de los proyectos en los que estaban trabajando, para dedicarse a esas actividades en reposo o inesperadas.
Respecto a esas tecnologías que permitieron que la difusión del teatro y, en especial, la reflexión sobre este oficio, no se detuvieran por completo mientras la respiración del Planeta quedaba en vilo, Cristóbal, a pesar de agradecer las posibilidades que estas proporcionaron, afirma que muchos grupos quedaron con «tirria a tener que transmitir por internet». «Uno arma sucedáneos porque se puede terminar incluso haciendo teatro debajo de la cama. Si uno tiene la pasión por el teatro y queda paralítico y la única parte que puede mover es el dedo meñique, uno trata de hacer teatro con ese dedo meñique» dice para enfatizar que, a pesar de las adversidades, las artes dramáticas no se detienen. «El teatro es un arte de contacto. Es una maquinaria física que involucra todo el cuerpo. Uno no ve teatro con los ojos, ve teatro con el cuerpo.». Con estas palabras el director confirma lo que sentí, en carne propia, cuando, durante los días de encierro total, vi algunas de las obras que fueron transmitidas por YouTube; a pesar de valorar el enorme esfuerzo que estaban haciendo los colectivos y las entidades encargados de los eventos, algo de la magia se había perdido; no sentir la presencia de los actores, la textura cómoda o incómoda de las sillas, los diálogos resonando en las paredes, la tensión o distensión del público, el escenario crujiendo bajo los pies, el olor a madera que flota en el aire, las miradas actuadas que parecen personales, todo eso y mucho más hace que la conexión entre obra y espectador se diluya un poco, y la sensación se agudiza cuando hay dificultades técnicas. Pero además, ese sentimiento de que algo falta no es unidireccional, es decir, no son solo los espectadores los que dejan de sentir con la misma intensidad la vivencia del teatro; también son los actores, el equipo técnico y los directores a los que les duele la ausencia: «No es lo mismo. Nosotros transmitimos las obras y no sentimos nada.» Y aquí, Cristóbal hace una comparación entre otro tipo de arte que también se encarga de transmitir historias, y el tipo de arte al que él se dedica: la literatura y el teatro. Al respecto, afirma que «el teatro es una escritura sobre el agua, que una vez que se va haciendo va desapareciendo»; el o la novelista no sabe quién lee su obra, pero los que hacen teatro sí saben quién los ve, y esas reacciones, favorables o adversas, son las que enriquecen el ritual que se celebra tras las puertas de un escenario.
Esa lamentable separación forzosa es un reflejo de lo que sucede en la gran obra mundial, que en la actualidad afecta cada rincón del Planeta; los abrazos, los apretones, las caricias, los besos; todas las manifestaciones de afecto que antes unían a los que tenían lazos afectivos han sido controladas, reducidas e incluso criticadas. Vivimos atrapados en sistemas duales, que a veces nos muestran una cara amable, y a veces una cara cruel, y, en medio de las innúmeras formas de sufrimiento que este último semblante nos depara, solo el cuerpo amoroso de la amistad puede salvarnos. En ese sentido, ¿qué será de nosotros, actores sumergidos en la tragedia del siglo XXI, sin el calor que este proporciona? Incluso los rostros, fuente de mil expresiones, han sido cubiertos con máscaras a medias, máscaras que ocultan, que distancian. Y con esto no quiero decir que no haya que tomar medidas de protección, claro que hay que hacerlo, pero es indudable que las grietas entre las relaciones sociales se hacen más amplias. Y volviendo al escenario pequeño, al de la casa vieja que permanece en silencio, Cristóbal se refiere al distanciamiento entre público y los hacedores de teatro, afirmando que cuando presentan una obra en video él tiene la misma sensación de cuando se cuenta un sueño. «Por ahí dice alguien que los sueños no se deben contar porque son intransmisibles», concluye recordando que la experiencia teatral no puede ser contada sino vivida, ya que, al interponer otro medio de comunicación que no le es natural, pierde su esencia. Y cuando pienso que ya terminó de responder la última pregunta que le formulé, debido a un pequeño silencio al que los dos nos vamos acostumbrando, su voz resuena: «No es lo mismo… ¡Bien! ¡Se intentó, se hace!, pero…» y ahí sí, el silencio, como demarcado en una didascalia, indica el paso a otro momento de la trama.
Fue por esa separación impuesta que, cuando en diciembre de 2020, el Matacandelas pudo reencontrarse con su público, para la puesta en escena de una obra navideña de corte familiar, sus integrantes lo sintieron como algo cruel. Y la aparición de este adjetivo se debe a que un ritual, celebrado por el grupo de teatro y aproximadamente 150 espectadores, que consistía en una apertura de puertas muy previa al momento de la obra y una clausura tardía, en comer natilla y buñuelo o tomar tinto al son de villancicos y música decembrina, en una experiencia teatral llena de música, risas y colores, en sesiones de juegos exploratorios por los recovecos de la casa, y en la fila de niños esperando con ilusión tomarse una foto con el actor o actriz que les había gustado se vio roto por el miedo, y se convirtió casi «en un rito funerario, en una desgracia». «Los niños se maravillan con todo ese laberinto de escaleras porque esa casa tiene escaleras por todo lado; los niños corren, vuelan, suben, bajan, eso tiene niveles, desniveles, tiene sótano, entonces la casa se convierte en un juego de laberintos maravilloso, y además teníamos un perro schnauzer que era el recreacionista y los perseguía…» dice, cargando una sonrisa franca y una mirada soñadora que evoca tiempos perdidos. De un momento a otro, la ausencia de esas criaturas semejantes a duendes, e incluso la de Jaime Jaramillo Escobar –y no se confundan, no hablo del poeta de Pueblorrico, sino de su homónimo de cuatro patas y recreacionista, que ahora disfruta su jubilación en una finca en Chía– se impregnó en todas las paredes de la casa, instalando una melancolía, que solo fue curada a medias este último diciembre. «Ahora es: entren, todos separados, por las dos entradas. Primero la fiebre, después los zapatos, que eche tal cosa… ¡hay siete personas en todo el sistema de bioseguridad!»; la distancia, la desinfección, las planillas, las sillas vacías que lloran por la calidez perdida de los espectadores que no pudieron entrar; todo eso, sumado al miedo, que impide el contacto, las fotos y el tiempo compartido, va deshumanizando la labor que el teatro tanto se había tardado en construir.
Y es que mirar hacia el pasado duele: lo que cambió, los lugares que dejamos atrás, los seres que partieron a otro plano. El desconsuelo por lo que ya no es o lo que ya no está invade dos proscenios: el de la casa vieja y el de la obra pandémica. Visto desde una perspectiva “macropoética”, la tragedia que vive el teatro, al tener que conformarse con los vestigios del alborozo que se cocía en sus adentros, es también experimentada por los barrios, las ciudades y los países del mundo que, aunque abiertos en mayor o menor medida, sienten que perdieron algo. «Donde hay niños hay alegría y hay travesuras, a nosotros nos fascina» dice la voz ronca, añorando los juegos diurnos que se celebraban al son de los cantos, y los juegos nocturnos que despertaban al niño interno, escondido dentro de cada espectador adulto, que busca solaz, entendimiento y entretenimiento en las artes dramáticas. Hoy en día, en los parques vacíos, los fantasmas mueven el mecanismo melancólico de los columpios, y en la casa vieja, los espíritus traviesos, que cambian las cosas de su lugar, que hacen ecos de susurros, que enferman gargantas y que imprimen pasos invisibles en las tablas, se aburren ante tamaña soledad. Un día, alguno de los actores me dijo que, cada vez que hacían una obra que se refiriera a la biografía o a la autoría de una de las mentes brillantes que ellos querían traer al escenario, atraían a una parte de esos espíritus errantes, que se quedaba habitando la casa. Yo confirmé esta teoría un día en el que, hablando con algunos amigos, la cerveza que me estaba tomando se movió, sin explicación alguna, dos veces. Sergio Dávila, en ese entonces actor del Matacandelas y ahora director de otro proyecto teatral, dijo con una carcajada y con una naturalidad que espantaba, que probablemente había sido Andrés Caicedo, que no había nada de que preocuparse. ¡Pobre genio caleño! a pesar de poder entablar conversaciones con Fernando Pessoa, con Sylvia Plath, con el maestro Gonzáles, con Samuel Beckett, y hasta con Alfred Jarry, debe morirse de tedio al no encontrar a quien correrle la bebida hasta el borde de la mesa.
A partir del 26 de marzo de 2021 las puertas de la casa se abrieron por completo; el grupo estaba volviendo a hacer el montaje de una obra muy pedida por el público y que hacía dos años no presentaban: O Marinheiro, la cual, según Cristóbal, es emblemática en Medellín, una ciudad que se apropió de ella. El proyecto no era pan comido; hubo cambio de actrices, los procesos de montaje tenían que volver a empezar, y, además, la casa, resentida por un abandono que no había comprendido, se había deteriorado, así que también tenían que hacerse cargo de algunos arreglos. Y justo cuando el trabajo en equipo debía dar un paso atrás, para darle protagonismo a la investigación individual, el confinamiento obligatorio volvió a alejarlos de la casa. Entonces, ocupados en reuniones virtuales en las cuales discuten lo leído y lo reflexionado, los integrantes del grupo esperan a que les den vía libre, lamentando que todos los planes que habían hecho para el trimestre se hubieran venido abajo: «hay que ser muy sereno, muy tranquilo, muy filosófico, sobre eso hemos hecho mucho trabajo interno», explica reflejando la calma que auspicia. Precisamente esa actitud es la que les ha permitido seguir con la cabeza en alto, en estos tiempos difíciles: no han cancelado ni un solo contrato de los trabajadores administrativos ni reducido su salario, han sentido la solidaridad de antiguas amistades a través de donaciones, crearon el implemento de unas categorías de boletas, que permiten que el público haga un aporte, ajustado a su capacidad económica, pero sin recurrir a «esa otra pandemia que existe», llamada aporte voluntario: la boleta Oscar Wilde, de 60.000, la general, de 30.000, la del estudiante, de 15.000, y la San Francisco de Asís, de 10.000 «para personas en condiciones de extrema pobreza, provisional o permanente» remata con una risa contrapunteada por la mía. «También hay que meterle un poco de lúdica a todo esto, ¿cierto?».
Y mientras ellos se mantienen a flote, en una obra inaudita en la que múltiples escenas son representadas de forma simultánea, la miseria, el hambre, el dolor y la muerte llegan danzando, como marionetas gigantes cubiertas con máscaras mefistofélicas, al carnaval de los lamentos. «Hay unos sectores que están en la inopia. Yo creo que es una gran parte de la sociedad colombiana» opina Cristóbal arguyendo que esa visión panorámica de la tragedia los ha mantenido alejados de las campañas para recaudar fondos; «es que nos parece hasta egoísta… cuando uno ve a la gente, en la calle, gritando: ¡tengo hambre! ¡tengo hambre! ¡cambio películas por comida!... Y me han tocado escenas acá tenacísimas, ¡yo ya no me puedo arrimar al balcón! porque inmediatamente sale gente corriendo: ¡señor, vea hágame un favor, una moneda, tengo hambre, tengo hambre! Hay una situación evidentemente de emergencia… es decir, nos coge una pandemia en un momento en que no hay gobierno». Y entonces habla de la falta de disciplina social que aqueja a Colombia y de las dificultades a las que se han visto enfrentadas algunas de las personas cercanas a él y al teatro: la incertidumbre, la falta de dinero o incluso la quiebra, la soledad, la consideración del suicidio como salida. Cristóbal es la voz de un discurso que corre de boca en boca, ante lo evidente: la humanidad se enfrenta a una crisis que está exaltando y creando más crisis internas. «Uno lo que piensa es no hacerse el tonto, sino, aguantar el chaparrón, porque uno está es remando río arriba… remando río arriba» dice un hombre al que le ha tocado hacerse el fuerte, así se esté quebrando por dentro, en los momentos en los que sus seres queridos han estado a punto de vestirse con el traje del abatimiento.
El hombre se identifica con el horror que presencia, y el hermeneuta, que le ha permitido interpretar tantos textos literarios, para traer profundas narraciones a las tablas, analiza algunos de los elementos de la obra pandémica y anónima, que arrastró a la humanidad a una de las mayores tragedias del siglo XXI: El escenario está compuesto por una cantidad enorme de elementos, que crean un ambiente de orfandad, respecto a la administración y a los gobiernos, y un desespero por la perspectiva de que la nueva realidad se viva en un plano virtual. La música que acompaña a la obra es una composición que él valora y que, en medio de una sociedad ruidosa y caótica como esta, es escasa: el silencio. La palabra que mueve la hipótesis de sentido, y alrededor de la cual se forma un campo semántico extenso es la fragilidad. Y respecto al tiempo de la fábula, este está suspendido porque el nudo se ha prolongado por un tiempo casi insoportable: la primera escena, relativamente corta y fundamentada en la sorpresa, mostraba ya un inicio del contratiempo al que se vería enfrentada la protagonista, y las cientos de escenas caóticas que la han sucedido han constituido un tira y afloja de tensiones, que bien podrían llevar a un desenlace abierto, en forma de «una pregunta angustiosa, como de suspenso» o a una escena que culmine con la desaparición de la humanidad.
«Entonces se verán señales en el firmamento. Sobre la tierra las naciones se llenarán de angustia. Los hombres se desmayarán de terror y expectación a causa de las cosas que sobrevendrán al mundo habitado, porque los poderes del cielo serán sacudidos... así está escrito y así será» Esto no lo dice Cristóbal. Lo dice el sordo viejo de la obra Los ciegos, en medio de una situación tan tenebrosa, fortuita y estática como la que estamos presenciando y vivenciando. Y es que la zozobra y el temor son piezas temáticas constantes en las representaciones dramáticas, pero también lo son la esperanza, «esa loca encantadora», la tenacidad, la voluntad. En la obra pandémica, no solo hay sujeto y oponente; también hay ayudantes, que más que eso, cumplen papeles protagónicos y heroicos: el personal de la salud física y mental, los educadores, los líderes sociales, las comunidades unidas en torno a propósitos, el ciudadano o ciudadana común, y, por supuesto, los creadores e intérpretes de las manifestaciones artísticas. «El arte, el teatro, la literatura, todas estas cosas son herramientas de civilización… No son lujos, sino necesidades… ¿A qué voy yo al teatro? Yo voy a recuperar al ciudadano. ¿Yo por qué hago teatro? No es una labor inocente, ¿cierto?» Esta vez, la que se eleva sí es la voz de Cristóbal, recordando el papel indiscutiblemente importante que han cumplido las artes en la construcción de esto que llamamos humanidad. Ese personaje colectivo vive las consecuencias de muchas problemáticas que él mismo ha creado, al querer contemplar el mundo desde una perspectiva supremacista, pero, al mismo tiempo, ha engendrado cosas sublimes y aportado soluciones. En eso consiste su complejidad; no es un personaje maniqueísta, en él se contemplan las contradicciones más abismales. Pero el arte puede ayudarle a comprender su entorno, así como su interior rebosante de preguntas, e incluso adelantársele a la ciencia para prever lo que nos depara. Y eso es lo que pretendemos los artistas con nuestras obras: contemplar el mundo, interpretarlo, y reinterpretar nuestra comprensión mediante obras de papel, de aire, de carne. «¿Cómo sería el mundo sin Botticelli, sin Borges, sin Bach? Gracias a Bach, nosotros tenemos una dimensión de lo que podría ser dios… esas catedrales sonoras que hizo él, esas catedrales cinematográficas que hizo Fassbinder, esas catedrales hermosas en imagen que ha hecho el cine… Entonces uno permanece casi que de rodillas, tembloroso, impresionado de la cultura humana, de todo lo que me ha dado, de todo lo que me ha edificado…» el director reflexiona con todo su cuerpo, y ahora, mientras escribo estas líneas, yo replico sus preguntas, cambiando algunas palabras: ¿Cómo sería el mundo sin el teatro? ¿Cómo sería Medellín sin el Matacandelas? Es una realidad que ni me atrevo a dibujar en mi mente, porque presiento que, si fuera así, y si estuviéramos en medio de la misma obra pandémica, muchos no tendrían nada a que aferrarse –o tendríamos, debería decir.
Cierro los ojos y me veo en plena calle Bomboná, activando un timbre, que no recuerdo si está a la derecha o a la izquierda. Me abre Margarita, Chava, o tal vez alguno de los actores de los cuales no me sé el nombre; incluso podría abrirme Diego, quien abandonó este plano dejando ojos llorosos y corazones hechos trizas, y a quien siempre recordaré, en primera fila, gritándome palabras hermosas mientras cantaba. Entro por un corredor de baldosas viejas, me asomo por una ventana en arco, compro una boleta –¿por qué no? Categoría Oscar Wilde–, me adentro en un patio que muestra un cielo oscuro y fresco, contemplo la obra de arte que componen los azulejos del suelo, las siluetas de los espíritus juguetones, los cuadros, las paredes que susurran sabios mensajes. Antes de sentarme en una de las mesas, giro a la izquierda, subo unas escaleras, compro una cerveza –que si se mueve más tarde, como borracho sin rumbo, ya no va a espantarme–. Escucho un timbre, dos, me levanto, voy hasta un corredor al aire libre, que tiene nichos que invitan a un ritual. Me recuesto sobre la pared, tal vez aprovecho para ir al baño, apresurada. Si voy, vuelvo a maravillarme con las formas, los colores, las fotos que distraen a mi rostro de sí mismo, reflejado en un espejo redondo. Vuelvo al corredor, escucho un tercer timbre, las puertas se abren, avanzo lentamente, en fila india. Un actor o actriz recibe mi boleta, la rompe, y me entrega lo que sobra de ella. Me adentro en el alma de la casa, escojo un buen asiento, mi corazón salta de felicidad. Cristóbal sale al escenario para presentar la obra, espero, espero… Espero que algún día –que presiento no muy lejano– la vivencia que se desarrolla, en un plano ficcional, en mi mente, acontezca entre las paredes reales de esa casa, que también espera… espera con ansias el calor humano que le otorga vida.