Sobre O Marinheiro en el Teatro Varasanta de Bogotá.
Por Sandro Romero Rey
Cuando vamos al teatro, hoy por hoy, en este nuevo milenio tan mediatizado y tan resuelto, el espectador que va de prisa (es decir, el espectador aprisionado) quiere, con urgencia, que lo diviertan. Si no lo consigue, se aburre. De repente, llora. En algunos casos, muy contados, piensa. Pero lo más extraño, lo improbable, lo inaceptable, es que experimente el pánico. Según cuentas, Aristóteles en su “Poética” hablaba de la Catarsis para referirse, palabras más, palabras menos, a una sensación en la que los espectadores del teatro expurgaban sus demonios interiores a través de “el terror y la piedad”. No sabemos muy bien cómo eran las representaciones de las tragedias clásicas griegas como para entender dicho postulado. Lo que sí puedo asegurar es que terror y piedad es lo que experimentamos nosotros, los privilegiados espectadores que asistimos a la tremenda velada de la obra “O Marinheiro” del Teatro Matacandelas de Medellín.
Según cuentas, 30 años lleva Cristóbal Peláez y su pandilla conmoviendo los escenarios con el látigo inclemente de la creación. El Matacandelas es un grupo sin concesiones, de vida o muerte, con un rigor un tanto sobrenatural, una elegancia asesina y un misterio que no da tregua. Han conseguido, a lo largo de estas tres décadas, producir en el medio artístico colombiano el pecado capital de la envidia. Pocos grupos pueden darse el lujo de contar en su repertorio con montajes perfectos, uno detrás de otro: “Angelitos empantanados”, sus “Juegos nocturnos”, la “Velada patafisica”, “Los ciegos”, el homenaje a Sylvia Plath, la histérica “Medea” de Séneca, el viaje a pie hacia Fernando González, en fin. Todos ellos dan cuenta de una experiencia escénica total, que nos alegra y nos conmueve, que nos inquieta y nos divierte, que nos juzga y nos patea. Y dentro de esta galería de emociones y de sensaciones únicas el lugar de privilegio se lo lleva el montaje de la obra de teatro estático titulada “O marinheiro”, del escritor portugués Fernando Pessoa.
Allí comenzó todo. “O marinheiro” la vimos por primera vez en Bogotá, a comienzos de la década del noventa y a ella regresamos cada vez que el Matacandelas nos lo permite. La hemos visto a medianoche en el Teatro La Candelaria. La hemos llorado, mordiéndonos las uñas, en la Casa del Teatro Nacional. La hemos repetido, con los ojos cerrados, en la Sede del Grupo en Medellín. Ahora, a punto de huir, con el pánico instalado en las entrañas, la olisqueamos, como si fuera la primera vez, en la sede del Teatro Varasanta de Bogotá. Y la experiencia sigue siendo la misma, pero cada vez peor. “O marinheiro” no sólo se ha consolidado como un clásico del teatro colombiano, sino que, con el tiempo, se va convirtiendo en un símbolo. En un paradigma del miedo.
“Chava” García, Angela Muñoz, Lina Castaño y ahora la gélida Nadia Silva, nos sumergen de nuevo en ese útero oscuro donde saltan diminutos espacios de luz verde, en los que intuimos algunas siluetas de objetos informes, figuras descubiertas al ritmo de una música fatal, sintetizadores gélidos que no nos avergüenza llamar metafísicos. De repente, los tres rostros. Tres caras blancas, en el aire, que se saludan, al frente del cadáver frío de una doncella inerte, como robada de algún cuadro prerrafaelita. Los tres rostros conversan. Durante cincuenta y cinco minutos conversan y se protegen del pánico mientras hablan, mientras sospechan que ha llegado la madrugada, para pronto descubrir que la madrugada no llegará nunca, porque el horror de la muerte se manifiesta al no llegar nunca la luz. Las tres caras blancas gritan, se desgarran, se protegen con sus voces. Pero es inútil. No hay remedio. Estamos en un territorio demasiado profundo y demasiado temible como para abrigar alguna esperanza. Es el fin. Pero el fin indica que no puede haber final y una luz trémula ilumina a los espectadores, mientras se sostiene la música. ¿Aplaudir? Nadie se atreve. Durante varios minutos reina el silencio, hasta que los espectadores ensayamos unas palmas, como para no quedar mal con nosotros mismos. Los tres rostros se vislumbran tras la tela negra de la boca del escenario. Y desaparecen. Lo mismo hacemos nosotros, los testigos. Los torturados.
“¿O Marinheiro? ¡Qué pereza!” me dijo hace poco una amiga cuando le conté que iba a repetir mi viaje al infierno de Pessoa. Otra cómplice me contó que, cuando fue por primera vez a ver la obra del Matacandelas, sus dos acompañantes se durmieron, una de ellas con el dedo pulgar en la boca. La verdad, las dos experiencias me producen envidia. Me encantaría poder gozar de la pereza o el sueño cuando voy a sumergirme en “O Marinheiro”. Por desgracia, no puedo. La repito y la repito, con ganas sinceras de dormir, de aburrirme. Pero, por lo visto, tengo demasiado aferrado el Tánatos en mis entrañas y voy a “O marinheiro” como si me preparase para lo peor. Cuando se apagan las luces del teatro y comienza el acicate verde de los sintetizadores, pienso que voy a salir corriendo. No lo he hecho aún, pero creo que mi alma, algún día, se va a proteger del miedo, evitando volver a “O marinheiro”.
Por lo pronto, cada vez que puedo, regreso. Como quien, en vida, va a visitar su sarcófago, esperando que, cuando llegue el momento, el horror de un entierro prematuro, como lo sospechaba Poe, no vaya a atacarme por la espalda. “O marinheiro” es el triunfo del arte, de la poesía, de la belleza, de la filosofía, del placer. Es la demostración palpable de cómo la vida puede arañar su agotada presencia, frente a la contundente evidencia de la muerte.