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Domingo 27 de marzo de 2022,
Día Internacional del Teatro

Un manifiesto

Por Cristóbal Peláez González

El punto azul

El palido punto azul es una fotografía de la tierra tomada el 14 de febrero de 1990 por el Voyager 1 a una distancia de 6.000 millones de kilometros del sol.

Mira nuevamente ese punto,
eso es aquí, eso es nuestro hogar,
eso somos nosotros.
Carl Sagan

Dicen que el teatro es un espacio donde se reúnen un montón de presencias a convocar una ausencia. La Primera Línea de estas líneas está consagrada a evocar esos ochenta y dos ojos que fueron arrancados de sus órbitas.

Dicen que nos encontramos hoy en la contingencia de un apocalipsis. Solo en esa profunda gravedad crítica del momento, cuando ya la reversibilidad, dicen, parece imposible, nos empezamos a dar cuenta del escalofriante devenir. Crece segundo a segundo la lista roja del exterminio, inexorable Pac-Man que va engullendo humanos, animales y plantas.

Un grupo de doscientos cincuenta expertos, avalados por millares de la comunidad científica internacional, han informado a la Organización de las Naciones Unidas sobre la inminente amenaza de extinción de la especie humana —los optimistas la corroboran para el año 2100 y los pesimistas hablan del 2050—.

La gradual desaparición es una datación matemática a partir de la alteración climática, la deforestación, la ganadería extensiva, los combustibles fósiles y la sobreexplotación marítima o incluso el ultimátum de un desastre global.

Al ritmo actual, para dentro de veintiocho años ya no existirán peces, coinciden.

Se le añade a este vademécum la probabilidad nuclear y la permanente devastación que provocan las confrontaciones entre prosapias, credos y fronteras, donde hordas de menesterosos disfrazados de soldados con poderosas máquinas arrasan todo cuanto se mueve y respira. Una colosal maratón de ocho mil millones de criaturas urgidas a pelearse la alfombra roja de los primeros lugares en la cadena alimenticia.

Aquella aventura que empezó hace millones de años, cuando un animal decidió erguirse en la pradera para atisbar alimento en el horizonte, estaría ahora a punto de concluir del mismo modo.

El futuro nos ofrece la imagen devastadora de hambrunas y migraciones donde muchedumbres de desarrapados estaremos asesinándonos para tratar de alcanzar el privilegio de un mendrugo y un sorbo de agua. Esa peregrinación, según reporte de la Organización Mundial de la Salud, ya es un hecho. El 10 por ciento de la población del planeta agoniza y muere entre el hambre y la sequía en estos momentos. El 10 por ciento.

La circunstancia de la aniquilación total ha movilizado a científicos y poderosas empresas a concebir la alternativa de una mudanza interplanetaria. Con el proyecto de la terraformación de Marte estamos constatando que nuestra catástrofe proviene de haber destruido este paraíso, transformándolo en un exorbitante fecaloma inhabitable, intentando a la vez una quimérica posibilidad de construir en un espacio infecundo un nuevo jardín.

Para hacerlo posible, argumentan, tendríamos que echar mano de los mismos elementos que nos llevaron al desastre: cohetes nucleares y gases CO2, provocando una concha de contaminación marciana, efecto invernadero, que nos pueda proporcionar migajas de oxígeno.

Se supone que debería hoy, Día Internacional del Teatro, estar hablando de lo importante que es el arte del escenario, y parecería que me soslayo en un tema que está por fuera de cualquier preocupación vindicativa.

Así parecería, sin ser cierto.

Entretenimiento o negocio, el arte teatral se ha concebido y practicado de diversas formas; no obstante su médula, su preocupación más alta, desde sus orígenes, ha sido, aun por encima de la diversidad de criterios estéticos, una necesidad de establecer comunicación a través de la representación como acontecimiento social, un cincel de civilización que encontraron nuestros antecesores desde remotísimos tiempos para vincularnos a través de la danza, las imágenes y la palabra, en una liturgia de reflexión sobre la experiencia de la existencia, para interrogarla, cuestionarla, compartirla, disfrutarla y, en mucho, intentar corregirla.

Danza, imagen, palabra, pintura rupestre, quizá hasta las fugitivas señales en el pantano y en la arena, constituyen ya formas avanzadas de la teatralidad donde los símbolos les abren un espacio poético a las emociones. En los primerísimos y en los más recientes esquilos, shakespeares, íbsenes, becketts, en toda esa legión compuesta por millones de dramaturgos, actores, técnicos, de todos los tiempos, hemos instaurado en un escenario un mundo paralelo donde atisbar a este, al real; una alquimia que intenta convertir el desasosiego en un gozo de vivir; espléndida gramática que revela la ineludible urgencia de expresar el misterioso hecho de la vida. Una oportuna ontología teatral debe traspasar los límites cronológicos que sitúan el nacimiento del arte dramático a partir de los griegos y extenderse al impulso de la expresión escénica como la humana necesidad de reescribir el mundo con el cuerpo y con el gesto.

De ese modo, el teatro no solo es necesario, también es inevitable. Frente al caos, el teatro nunca ha sido inocente, fue y será siempre constatación de lo humano. Antes que reflejo de la realidad ha sido un lente de aumento que puede expandirse en todas las direcciones; exaltación, alegría, victoria, pero generalmente sus predios más frecuentados han sido el mal, la falla, lo extraordinario, lo que no funciona, pues le cuesta renunciar a su más ínclita vocación: indemnizar, reparar, restituir.

Lo expresó el poeta, un día en el tiempo ya no existirá Rembrandt, y suponiendo que exista, ya no habrá ojos para mirarlo. La hecatombe final podrá borrar al hombre, pero el teatro ya nos había advertido esa circunstancia y por ello la práctica teatral siempre ha sido un ministerio donde  estamos tratando de remendar el mundo.

Es posible imaginar el último instante, imaginar al último humano sobre la joroba de la tierra. Esa solitaria criatura morirá tratando de expresar algo a alguien.

«Y después de cazar al jabalí y devorarlo
hizo con sus colmillos un collar,
lo colocó en su cuello
y dijo: “Yo soy el jabalí”».