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CUADERNO DE REFLEXIONES SOBRE LA COSA TEATRAL

"LA VENTAJA DE SER TÍTERE ES QUE NO TERMINA UNO EN CALAVERA"

Por Cristóbal Peláez González.

El arte pertenece a un sentido de lo culto, a una alta refinación de la cultura, y se entiende, como lo reclamaba Lessing para el teatro, en una elaboración decorosa. Así como la felicidad está planteada en términos de "ausencia de dolor", el arte se concibe como un producto "desprovisto de caos". El ritmo y su entrevero formal constituyen la composición general. El artista ha logrado realizar un ideal ajuste practico entre la destreza y su fuerza imaginativa.

La creación es un punto de tensión, de conflicto, entre los hombres y el misterio, un desafío a lo oculto, un combate por sobreponer a la realidad significados que hagan soportable la existencia. La danza, la música, la pintura, la literatura el teatro, constituyen esas tentativas. Artes de origen religioso, que proceden de una necesidad expresiva, de una ebriedad espiritual. La música es lo transverso a todo arte, su formalidad.

El teatro de fantoches, pertenece, en línea opuesta, al orden de un derrumbamiento. Es de naturaleza pagana. En el desparpajo no hay sitio para lo sublime, para lo iluminado, pues su ejercicio es, per se, fetichista, un hombre que habla con y a través de un objeto, que se revela a través de él, que se transmuta en el objeto mismo, el hipócrita en su estado más genuino, pues ha encontrado un camuflaje para la desacralización, para mirar la realidad desde su punto más lúcido y más cómico: la desgracia, el defecto, la falla.

El titiritero está en lo inverso a la normatividad estética (lo aristocrático) y de allí que su oficio no esté considerado como "arte", de la misma forma en que la "caricatura gráfica" no está considerada "pintura". Así el caricaturista esté obligado a conocer los lineamientos teóricos y prácticos de la imagen, y algunos incluso, sean de hecho, excelentes pintores. No es casual que la caricatura y los muñecos sean oficios que reverdecen con vigor en las sociedades de la intolerancia, allí donde es urgente la gracia, la sátira, la risa. En los períodos tiránicos es donde mejor se cultiva esta flor.

Porque no es un ministerio de "artistas" catalogables sino oficio de artesanos liberales que han encontrado en la exageración un manifiesto descontento, de poner el dedo en la llaga del oprobio y la censura. Oficio de renegados donde lo popular encontraba una forma de expresión: la bufonada, el chiste, el ridículo. De allí su esencia popular, marca de nacimiento y de existencia. Al artista establecido le queda incomodo poner en cuestión su equilibrio, ello tiene que venir de las entrañas mismas de lo popular, donde todo está perdido de antemano. El carnaval, con su imaginería y su parafernalia, es un producto libertario.

Tanto en el teatro de títeres como en el de sombras, los protagonistas usan "la cachiporra"....como expresión de una justicia popular callejera, que se enfrenta a los ricos y a los poderosos. Podría considerarse como una peculiar "arma de los pobres", fruto de los deseos y los sueños ocultos...la cachiporra golpea sobre todo lo superfluo, lo falso, lo teórico falto de vida, sobre el oropel dramaturgico de lo decorativo, de lo insubstancial... (Toni Rumbau. Teatre de L'imaginari)

La representación de fantoches constituye una grieta del teatro, un abuso de su paternalidad. Su práctica, en casi toda su historia, ha sido de orden empírico y navega en los límites de la teatralidad misma: a ese laberinto pertenecen Los Juglares, Los Comediantes de la Legua, Los Trovadores, Los Pregoneros, Los Saltimbanquis, y todos aquellos oficios parateatrales, donde la destreza, el desparpajo, la burla y la insolencia encuentran su temperatura.

Herederos de las parodias y de los haceres del entretenimiento callejero, el teatro de muñecos es un genero expulsado de una historia seria y bien contada del teatro, por fuera de sus recintos más representativos. Constituye una especificidad dentro del amplio panorama de la partitura dramática. La lógica de acontecimientos, de caracteres, y todas las leyes de la construcción teatral constituyen un edificio escénico de extremado grosor para la expresión grotesca y versátil del títere, que reclama el apunte esencial, con una economía de espacio y tiempo. Su lenguaje no proviene ni de la poesía ni de las formas literarias de rigurosa elaboración, sino de los juegos, de la escritura rudimentaria, del habla popular: el repentismo, la astracanada, el trabalenguas, el disparate, las cacofonías, que encuentran su acento más cómico - misterios de la percepción- en las vocales cerradas y en la torsión fonética. De allí que el teatro de los títeres sea, por derecho propio, un arte que ha encontrado su público ideal en el niño, vale decir, en aquel que todavía es capaz de tener ojos y oídos concavos y convexos, en aquel que puede concebir el lenguaje como un juego, como una fiesta. El niño es el verdadero padre del hombre. La genialidad no es otra cosa que la infancia congelada.

La farsa es el espíritu cultural del guiñol, su naturaleza de amarre. En el grotesco los ritmos están comprimidos, acelerados, los personajes y las situaciones no están ocultas sino, por el contrario, delatadas en su máxima expresión. Sería impensable una tragedia o un drama con las figuras de los fantoches, pues estos géneros requieren de la semejanza humana, no admiten la parodia. Su sensación de realidad flota en la emoción del espectador, que no asumiría en lo deforme, en lo tullido, una replica.

El secreto de Chaplin es la conversión de la figura humana en pelele y sus momentos dramáticos es la reconversión a su figura original. El movimiento se desacelera, los planos son más cercanos, su expresión gravita en los ojos, en el gesto. El movimiento pierde importancia. Y el efecto queda logrado en la crueldad del espectador.

Los personajes no reflexionan sino que se mueven en una acción continua, automática, no hay intenciones sino acciones, no hay tiempo para el amague, sólo para la concreción, el muñeco no vive la situación sino que la muestra, puesto que no pueden existir intenciones ocultas en una "cosa", es un magro retrato de la figura humana, su desproporción, su crítica, su insolencia. De ahí proviene el humor. Rasgo sociológico antes que sicológico.

Kleist había supuesto que la gracia no podía residir sino en aquellas criaturas que no tienen conciencia de sí mismas, es decir, en el dios o en el títere. Quizás es en esa orientación que Brecht propone el "gestus" y la economía, los personajes no se transforman en el otro sino que lo exponen, criticamente.

En el cine la fragmentación, la aceleración y el estilo grotesco mueven a risa. No fue sino hasta la sonoridad y la complementación técnica de los 24 fotogramas por segundo que el cine adquirió intensidad dramática. Mack Sennett declara que "mis películas sólo son un pretexto para realizar al final una persecución".

El cine, el más nuevo arte, estaba escondido en la emoción y en el modo de ver de los hombres. El espectador no sabía que este arte tan antiguo subyacía en su observación y que sólo se convertiría en un hecho con la invención de la máquina. El cine antes de su invención era el hombre sin la máquina. John Houston instaba a alguien a mirar dos objetos luego preguntaba ¿Qué hay ahí? Dos tomas, se respondía. Eisenstein descubrió que esas tomas no eran escaleras de sentidos sino "choques".

Valle Inclán, escritor del aire, inventa el esperpento, el hombre es una desfiguración de si mismo, su propio remedo, un muñeco trágico que no ha podido entrar a la razón, a la inmovilidad del pensamiento "me propongo pasar el teatro clásico por el Callejón del gato". Ionesco, detestaba el teatro de figuras humanas, sólo veía "verdad escénica" en el mundo de los fantoches, por ello su dramaturgia es un intento de "vacío" . Su Cantante propone un escenario para polichinelas de carne y hueso. El Joven Alfred Jarry en su manifiesto teatral propone la ventaja de hijos no perecederos y uno de sus espantajos replica: "la ventaja de ser títere es que no termina uno en calavera"

El público que disfruta de un espectáculo de marionetas aplaude no lo real sino una ficción, ese planeta parecido al nuestro, no la cantidad de verdad sino el tumulto de la mentira, no aplaude el espejo sino "el lente de aumento". De la misma manera en que el arte primitivista - antiguo o nuevo- no trata de copiar lo real sino realizar una proyección de la mente donde lo fundamental no es el acercamiento sino el contraste.

El hiperrealismo, y el fotorrealismo, tan común ahora, nos acercan, con su maniática perfección técnica, a la similitud exacta entre muñeco - hombre, muñeco - animal., Especies de figuras de cera animadas, seres reales embalsamados . ¿Hay algo más yermo e inexpresivo que un maniquí? La realidad, por si misma - o reproducida- no es arte.

Emparentado con lo primitivo, lo pictórico en el títere está más cercano a lo Naïf, al Art Brut, al Feismo. El esperpento, desligado de los estereotipos, es una visión fortalecida, cercano a la visión iniciática del niño, o del desequilibrado. En los caprichos de Goya, en las alteraciones de Picasso, en los cuartetos de Bartok o en el humor dadaista, se realiza un proceso que modifica al artesano en un gran demiurgo.